Abril Espinoza, Javier
Honduras
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En el jardín de tus ojos haciendo pastar conejitos de azúcar

"En el jardín de tus ojos
haciendo pastar conejitos de azúcar"


No la reconocí. O no quise ver a nadie más que no fuera ella misma. Tal
como apareció, exactita, con esos ojos suyos tan fascinantes, por la esquina
oscura donde dormían los escombros de la tienda Moda de París. Desde allí la vi
venir, justo cuando entraba a la calle Cervantes, en donde yo me encontraba
parado... No, más bien recostado, sobre un poste que tenía un farol con una luz
de tonos algo papayentos. La luna estaba en su fase de plenilunio. Y, por los
cuerpos desenterrados del lodo, hallados por los perros entrenados de los
soldados méxicanos durante las labores de rescate del día, era más bien una
noche nauseabunda que radiante. Abajo, en el río Chiquito, los japoneses y los
ingleses hacían trabajar sus tractores: se miraban como hormiguitas, moviéndose
cerca de los campamentos que levantaran, cada una por su lado, las brigadas
médicas cubanas y norteamericanas. Era una noche, si la hubieras visto,
Margarita, arremansada en su abandono. Elevándose, desde esta tierra podrida,
como un gigantesco toldo de circo triste sin estrellas, allá en lo alto. Sin decirte,
Margarita, que todo era silencio terrenal en donde yo me encontraba. Y cuando
tiraba la vista hacia las otras luces papayentas de los escasos faroles que todavía
quedaban de pie en la calle Cervantes, me sobrecogía como si toda la vida
hubiera sido un chicle masticado y escupido por nadie. Y apretaba, apretaba, los
filos de la tijera que guardaba en una bolsa de mis pantalones. Entonces,
Margarita, era cierto, tal como lo pienso ahora que recuerdo los ojos de esa
mujer, que en la masticada del chicle no me había dado tiempo ni para
acordarme ya de nosotros dos.
Ella, la mujer que digo, salió de los escombros de la Moda de París. Se
acercó a mí. En sus labios, porque seguro que se los vi, traía estampada una
sonrisa de como si me hubiera reconocido tras un chorro de años de no verme.
Mas, al llegar un poco más cerca, noté que su sonrisa no tenía nada que ver
conmigo. Sin embargo, fue ese el momento cuando descubrí esos ojos suyos de
jardín y en los que le saltaban, así de repente, de un ojo a otro, unos animalitos
juguetones.
―Señorita..., disculpe.
―Dígame.
―Es que sus ojos...
― ¿Mis ojos?
― Tiene unos conejitos pastando en el jardín de sus ojos.
―Ah, ellos... Son conejos: pero de azúcar.
― Son un peligro.
― No lo entiendo señor.
―Este país se quedó sin azúcar.
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―Comprendo. ¿Va usted a arrancármelos para ponerlos en su café?
―No! Yo tomo mi café sin azúcar.
―Qué alivio.
―¿Nos habíamos visto antes?
―No que yo sepa. Quizás en otro diluvio. Pero si lo dice por el huracán,
todos acabamos por parecernos a alguien.
Pero no le pregunté nada. Ni ella me contestó nada. Simplemente pasó
frente a mí porque tenía que pasar por allí. Distraída y muda. Hasta el infinito. Y
pasó. La vi dirigirse hacia las paredes donde estaban guindadas, de manera algo
improvisada, las pinturas de solidaridad con las víctimas que realizaran los
pintores de la ciudad. Todas ellas, con figuraciones de agua y gente partida en
trozos, o bien con dibujos de seres fantasiosos como mujeres peces, hombres
pulpos, y niños orinando mares. No faltaban en ellas, en diferentes versiones, el
arca de Noé. Yo ya había visto esas pinturas, sin encontrar nada más de lo que
ya visto. Excepto, claro estaba, que en todas ellas no había ni siquiera una flor.
Algo que acabó por desolarme más por estos días. Porque, fuera ya por mi
oficio, o fuera ya por mi carácter, me quedé con la impresión de que el mundo se
hundía sin flores. Y se salvaba, según las versiones del arca de Noé de los
pintores, sin flores. Así que por esa y única razón, no estaba muy conforme de
volver a ver esas pinturas. Y en caso de hacerlo, me prometí, traería pinceles y
colores y pintaría yo mismo, en cualquiera de ellas, una flor. Quizás una guajaca
amarilla, o roja, o violeta. Las guajacas son mágicas. Florecen sin necesidad de
sembrarlas ni abonarlas. Y nacen hasta de las piedras. Los corazones fuertes son
como las huajacas, me he dicho siempre. Aunque ellos, como esa florecilla
silvestre, sean confundidos con los yerbajos.
Cerré los ojos y quise irme de allí. No obstante, luego supe que ella no se
había ido. Miraba las pinturas que yo no quería volver a ver más. Fue entonces
cuando quise verla de nuevo, de lado como estaba ella, completamente
abducida, frente a una calma sirena que surgía entre dos mares tempestuosos.
Me decidí y fui hacia ella. Despacio, haciendo como que miraba con interés las
pinturas que me separaban de la pintura que ella contemplaba, y temblando por
un arbitrario hormigueo, que me bajaba a las piernas, de sólo entrever la
posibilidad de volver a ver los dos conejitos de azúcar que pastaban en sus ojos
de jardín. Me compuse de cuerpo. Y no olvidé ocultar un poco el bulto que
hacían mis tijeras en la bolsa delantera de mis pantalones. Al principio, y
queriendo con ello no ser visto por ella, la miraba de tal manera que yo no
pudiera distraer su atención del cuadro que observaba. Quería, en verdad, evitar
provocarle el disgusto conocido, y con razón, de muchas mujeres cuando se
enfrentan a la inquisición silenciosa de un desconocido al que simplemente ellas
no quieren conocer, ni tienen tampoco por qué querer conocerle. Hubo un
momento, no lo niego, que sentí el nacimiento del escalofrío del miedo, al
instante que yo me acercarme hacia la mujer. De un momento a otro se me cruzó
que lo mejor era regresar lo más pronto posible a mi casa. El toque de queda
sonaría a las doce. Pero también sabía que, esa noche, Hillary Clinton dormiría y
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desayunaría en uno de los muchos albergues habilitados para los damnificados
del huracán. Y que a esas mismas horas, con tanta seguridad desplegada para
que Hillary pudiera dormir tranquila, yo tampoco tenía por qué apresurarme en
llegar a mi casa.
No eran ni las diez. De modo que tenía tiempo de sobra. Sin embargo,
quise alejarme de esa mujer y dejarla tranquila. En fin —me dije—, de todos
modos ya sé cómo son sus ojos. Y sin saber qué hacer, me quedé por allí, en la
calle Cervantes, caminado siempre por el mismo sitio. Di una vuelta sobre mí
mismo, y palpé otra vez el bulto que se formaba en las bolsa de mi pantalón. Sí,
era mi pequeña e inseparable tijera, con la que he podado, durante años, las
plantas de muchos jardínes. Ahora, tal como han acabado las cosas, sólo podía
ocuparme de mi exiguo jardín. Seguidamente alcancé a mirar el insólito ―por
ser de noche― cortejo fúnebre de un niño. Cuatro mujeres solitarias, flacas y
todas vestidas de negro, lo llevaban en un pequeño ataúd de color blanco. En
verdad no era un ataúd. Era más bien una cajita de esas en las que se empacan
bananos para enviarlos al extranjero. El cortejo venía en dirección de donde
quedara alguna vez la Librería Siglo de Oro. Como ya no eran tiempos para
llevar sombrero, yo no llevaba ni siquiera una gorra. Así que sólo extendí mis
manos y las coloqué, entrelazadas en mi cintura, en señal de respeto por un dolor
que pasaba frente a mí. Vi alejarse aquel silencioso e inesperado cortejo, calle
abajo, como si mirara una añeja y constante visión nocturna de este mundo. Y vi
también como desaparecían las mujeres, al dar la vuelta por donde fuera la Casa
Presidencial en años de guerras civiles y de dictaduras militares, con aquel aire
de la desgracia más silenciosa que jamás había podido ver antes. Si no lloré, fue
porque el tiempo no estaba para llorar. Además, se dice que cuando los
jardineros lloran, pueden invocar, sin quererlo, más desgracias.
Después vi llegar y alejarse a la pareja de novios que pasaba, siempre a las
diez de la noche de los últimos días, por la misma calle que ya no era la misma
después del huracán. Un gato pardo salió del techo en forma de pan de una
panadería todavía inundada. El mirrino novió su cola en distintas direcciones. Se
quedó en el techo de pan, dirigiendo sus ojos felinos, hacia donde yo supuse
que aún estaba la mujer de los ojos que yo antes ansiara mirar. Fue entonces
cuando quise dirigirme hacia esa mujer fascinante de otro barrio, de otra ciudad,
o de otro tiempo. Decidido a decirle: que la siguiente pintura era primavera.
Aunque ella insistiera en decirme, tal vez en otro idioma, que era invierno y no
la primavera obstinada que yo pretendía imponerle. O decirle mejor, gritándole a
la cara, que yo no era un damnificado más de esos que iban por ahí. Que no era
el espectro que podía parecerle. Que aún estaba vivo. Y que si no lo creía, podía
tocar la tijera con la que yo aún podía podar mi jardín. Además, y para que
supiera, decirle que lo que en realidad me importaba de ella eran sus ojos de
jardín. «Hágame el favor de mostrármelos, señora» —pensé decirle. Sí, que me
dajara verlos, plenamente y en ese mismo instante, sin que ella pudiera
considerarme el absurdo intencionado que yo ya era sobre dos pies. Decirle, por
ejemplo, y para explicarme con un sobre aviso más natural que su misma
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aparición, que en sus ojos de jardín pastaban dos conejitos de azúcar. «No se
asuste de nada» —le hubiera dicho también. Porque, aún siendo amargo el café
que tomaba en mis mañanas, no era mi intención sacar los conejitos de azúcar
que pastaban en el jardín de sus ojos, para mezclarlos, como ella lógicamente
habría temido, dentro del cafe de mi vieja cafetera verde. Claro, pero eso ya era
otra cosa, y en caso de que así lo hubiera querido su generosidad, me habría
bastado con que me diera una tan sola orejita de cualquiera de sus dos conejitos
de azúcar. Porque así, y no de otra manera, los creí descubrir en el jardín de sus
ojos en cuanto la vi... Sin embargo, para qué regar más de mentiras esta vida de
visiones estrechas, me dije también, vencido. Dispuesto a cambiar de táctica.
Convencido de que si me decidía a hablarle, lo haría con la humanidad que
arropa a los separados cuando estos intentan volver a estar juntos. Mas, al darme
la vuelta para ir hacia ella y hablarle de todo, menos de lo que había pensado,
ella simplemente ya no estaba.
Aunque sólo soy un jardinero, y pese a lo hermoso que es ver nacer desde
una simple hierba hasta una estupenda y colorida flor, nunca he creído en el
amor a primera vista. De cualquier manera, esté o no esté de acuerdo, se sigue
diciendo que el amor es ciego. Son decires, en mi opinión, que ya no pertenecen
a los principios de este siglo, mucho menos a mí. Soy, por otra parte, sólo un ser
que envejece. No ha sido nunca mi intención, en mis paseos en solitario,
encontrar, en nadie, ojos de jardín con conejos de azúcar. Margarita, que me
conoce mejor, lo sabe. Sin embargo, y eso es algo que no tengo la mínima
intención de explicármelo con otros modos, he pasado estos últimos días
creyendo que esa opinión de la ceguera y el querer, es tan poco honrada como
hacer el amor con los ojos cerrados. Quizás por eso, o para platicar alguna vez
con alguien, es que he continuado regresando a la calle Cervantes. Desde
entonces, he visto otros cortejos fúnebres de niños. Y cortejos de gente que dejó
de ser niña hace mucho o poco tiempo. He vuelto a ver a la pareja de novios que
siempre pasa a las diez de la noche, por la misma calle que ya no era la misma
después del huracán. He visto, además de aquel gato pardo, a otros gatos que
salen del techo en forma de pan de la panadería que todavía sigue estando
inundada. He visto, incluso, el mismo cuadro de la calma sirena que surge entre
dos mares tempestuosos. Sí, el que esa mujer fascinante de otro mundo, pero tan
parecido al nuestro, miraba aquella vez con embeleso hipnótico. Pero a ella, lo
que es a ella, no la han vuelto a ver mis ojos. Más allá de ella, y del abismo
físico que nos separa a unos de otros, me queda de ella, sin poderlo podar, un
recuerdo que me acobarda los sentidos.
Un día creí verla cruzar por uno de los puentes destrozados que unen a la
parte vieja de la ciudad con la nueva. Pero, ¿qué decir?.. Nada. Porque sólo era
la sombra en vela de un tiempo luminoso que hace ya mucho tiempo que yo
perdí. Para colmo, no podemos salir muy seguido a las calles. La seguridad de
los días en que vinieran todos los gobernantes de la tierra, incluída Hillary, ha
pasado por encontrar mejor sitio en las leyendas urbanas. Hoy hay otro tipo de
seguridad. Es una seguridad asentada en el terror cotidiano, y de la que no se
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sabe si es para favorecerlo a uno, o para acabar de hundirnos a todos. Tal
fenómeno de seguridad se ha acentuado, por culpa de unas piedras lunares del
Apollo 17. Son unas piedrecitas que le mandara Nixon a nuestros pasados
gobernantes. Gesto de buena voluntad entre los señores del mundo, o quién sabe
por qué razones fueron distribuidas por todo el continente. De ellas se dice que
han desaparecido, y se ha esparcido la noticia de que están siendo vendidas en el
mercado negro. Yo, francamente, no sé cómo podrían ser tales piedras. En
cambio, las piedras que sí veo vender a diario en la ciudad, son unas bolitas con
las que empiezan a alucinar los jóvenes de por estos lados de mi vecindario
Otra vez me pareció ver a la mujer de ojos de jardín. Fue en un albergue.
De esos en donde la gente y sus familias damnificadas, cuentan las horas de
atrás para adelante y de adelante para atrás: yo no diría que cuenten mal el
tiempo, sino más bien que el tiempo ha dejado de contar con ellos. Mas, como
ya cualquiera podría imaginar, al final descubrí que sólo era otra mujer. Esa otra
mujer, mientras tendía las ropas de sus hijos, estaba cegada por un ardoroso
brillo de sol que le daba un aspecto muy parecido a la mujer de los ojos de jardín
en que pastaban dos conejitos de azúcar. De la mujer que tendía ropas, y si
tuviera alguna semejanza con alguien que yo conociera, diría que se parece más
a la mujer esculpida en mármol que hiciera un lejanísimo escultor italiano. Lo
digo, porque, en los calendarios de fin de año que regalaba antes a sus clientes la
nacatamalera Chinda Díaz, yo vi muchas veces esa escultura. Abajo de los
calendarios, estaba escrito: «La Piedad».
Con el asunto ese de las piedras lunares, en realidad he venido pensando
que ya no deseo ver a esa mujer. Ni mucho menos deseo convencerla más de
que el próximo cuadro que miró, era primavera. Y no invierno, como ella
lógicamente tendría que pensar. Ni siquiera quiero decirle que lo único que me
importaba de ella, era ver sus ojos de jardín en los que pastaban dos conejitos de
azúcar... Pero hoy ha hecho un frío enorme en la ciudad. Los taxistas de Nueva
York han recolectado en el Shea Stadium quinientas toneladas de ayuda para
enviarla a las zonas afectadas de Chamelecón y el río Ulúa. Eso dicen las
noticias. Y dicen, también, que dos perros han muerto de frío. La Sociedad
Protectora de Animales ha elevado una enérgica protesta ante el Gabinete de la
Reconstrucción del País, para que se proteja también a los animales de la
intemperie nacional en que hoy se vive. Veo y oigo cosas que jamás han existido
nunca en este país. Es la primera vez que oigo, por ejemplo, de la Sociedad
Protectora de Animales.
Yo sigo tomando mi café sin azúcar. Lo hago desde temprano. Y siempre
en mi vieja cafetera verde. No hay día que no limpie, de alimañas y otros bichos,
mi cada vez más limitado jardíncito. Lo que le pasa a mi jardín, es lo que le pasa
a toda esta tierra, que cada día se desmorona un poco más el terrenito que ocupa.
Pese a todo, a diario podo la maleza que hallo en mis plantas y flores. Y
continúo descubriendo, en el agua de los charcos de mi patio, que el brillo
apagado de mis zapatos es robado por el brillo empañado de mi andar en estas
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noches de frío. A lo mejor mis zapatos están rotos y no quiero darme cuenta.
Quizás es una estrategia de mi mente, que se resiste a pasar ocupada en cómo
hacerse de otros zapatos. Por lo demás, sé decir que he visto y sentido cosas
peores en mi vida. Mas no evito envidiar a los niños, que pueden jugar descalzos
en las calles.
También es cierto que tengo otras preocupaciones inmediatas. No debo,
por ejemplo, demorarme más en ir a inyectarme las vacunas antitetánicas. Al
mismo tiempo puedo inyectarme las otras vacunas. Allá, en el parque Central, se
las están aplicando a la población contra la leptospirosis y el hanta virus. Debo
decir, sin embargo, que esta noche he vuelto a tener la cálida sensación de que
pronto veré el jardín de los ojos de esa mujer fascinante de otro mundo, y el que,
a veces, encuentro tan parecido al nuestro. Sólo de esa manera es que puedo
explicarme de cómo es esa mujer. El cuidar jardines ha sido todo en lo que me
he ocupado. No soy más que un jardinero. Un jardinero en tierra de huracanes.
Me han dicho, hace mucho, que cada vez que cruza una estrella por el
firmamento tiemblan los girasoles. Pero eso nunca lo he comprobado. De los
girasoles, eso sí sé, se puede hacer un buen aceite vegetal. Hay tantas cosas que
uno jamás logrará explicarse. Muchas personas logran explicarse muchas cosas.
Yo no. Soy uno de los que nunca encuentran la explicación de ciertas cosas
importantes. Ni siquiera he logrado explicarme, nunca de los nuncas existentes,
el lado oscuro del destino de mis iguales. Ni, mucho menos, el mío propio.
Si algo diría a mi favor, es el hecho de que hace mucho tiempo que dejé el
vicio de las fantasías. Sobre todo, de las fantasías que le llegan a uno despierto.
Antes del huracán, uno de mis vecinos, joven él, contó haber soñado con una
mujer. Soñar con una mujer no tiene nada de extraño. Pero mi vecino, aseguraba
que esa mujer nunca había existido en su vida, por lo que tenía la ilusión de que
la hallaría, buscándola sin descanso, y de juerga en juerga, entre todas las otras
mujeres que encontrara. Yo nunca soñaría ni he soñado con la mujer de la que
hablo. Bueno, antes sí; pero después, hasta los sueños se desmoronan como la
tierra. Sin embargo, he visto temblar los girasoles, y quizás por eso tengo la
sospecha de que tarde o temprano la volveré a ver de nuevo. Verla sería mejor
que soñarla.
Lo raro es que esa sospecha no se me hace tan inusual, como sí me lo
parece este clima de fantasmales fríos y airados chubascos. Hay calores con
vientos fuertes y glaciales. Pero esto es el trópico. La situación climática se
vuelve tan impredecible, que me hará posponer, hasta otra luna llena, el injerto
de mi nueva planta de heliotropos. Así que el palo de naranjo, el que antes podía
ver desde mi ventana, deberá esperar un poco para tener la amiga que le
prometi... Decía, antes de volver esta noche a la calle Cervantes, que tarde o
temprano tendré que ver, otra vez, los ojos de jardín haciendo pastar conejitos de
azúcar de esa mujer. De ella, ya lo dije, no me interesa otra cosa. Ni siquiera me
gustaría saber su nombre. Como dije, me envuelve la sensación de ver pronto a
esa mujer. Y es una sensación que me crece, alimentada por el siguiente y
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esperanzador incidente: acabo de observar que el cuadro que ella miraba, el de la
Sirena saliendo de dos mares tempestuosos, ha sido removido del lugar que
ocupaba en la calle Cervantes. Su sitio ha sido ocupado por otro cuadro muy
curioso. Es un cuadro que por su tamaño, tema, composición y color, es idéntico
al anterior. Y si no fuera por el simple detalle de que cuando uno se acerca, mira
en realidad un par de conejitos de azúcar pastando en unos ojos de jardín,
afirmaría que es el mismo cuadro que miraba aquella mujer. Es más: juraría que
la mujer entró por alguna parte de ese cuadro de ahora.
En fin, es muy problable que yo también esté apunto de cruzar una puerta.
Una puerta de la que nunca se sabe si está abierta o cerrada. Una entrada a la que
al parecer pueden entrar todos, pero a la que al mismo tiempo todos se empeñan
en ignorar. Yo, en cambio, no resisto más. Ya me cansé de no querer explicarme
nada de nada. Estoy listo. El chicle no será más masticado. Siento el olor de las
flores de custambusy que tanto le gustaba a mi esposa. Es el aroma preferido e
inconfundible de los que una vez se amaron. Ahora lo entiendo. Por más que
vengan a decirme que es el mar el que se muere, no creo que pueda resistir más.
Y lo entiendo. Es este el momento en que vengo a comprender algo de verdad...
Dejaré, pues, que mis pasos me lleven hacia todas las puertas que ellos quieran
llevarme. Abrazaré mis tijeras de jardinero junto a mi enfermizo y mal irrigado
corazón. Y entraré por la puerta que me toque entrar. Porque esos ojos de jardín,
en los que pastan todavía dos conejitos de azúcar, sólo pueden ser los ojos tuyos,
Margarita, que han venido para escurrir de una vez el agua que me quedó en el
cuerpo.
***
Fin

Abril Espinoza, Javier

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