En la orilla de la playa construí una vida,
una fortificación indestructible donde morar.
Sin ningún resquicio para el lamento cotidiano,
el desaire o el abrazo del fuego que funde la piel.
Viviendo el día como el último suspiro,
saboreando cada instante que amable ofrecía
y aprendiendo a entender lo importante.
Lejos del ruido mundano y la prisa del tiempo.
Lejos de la apatía que encarcela la vista
y que no mira más allá de su propia nariz
porque no hay más limite que el propio.
En la orilla de la playa construí una vida
donde se hallaban grandes jardines verdes,
un cielo inalcanzable como techo infinito
y que marca el destino de cada minuto.
Con la certeza de que el mal se disfrazaba
solo para asustar la tarde del domingo.
Con la certeza de que el bien se presentaba
como jornada laboral intensiva.
En la orilla de la playa construí una vida,
la que nunca se vive, la que alimenta
con cimientos de arena y ventanas de alegría,
que representé con una bella amapola.
¡Qué paradoja!
En mitad del sueño cuando desperté,
todo se lo había llevado una ola.