Petrarca, Francesco
Italia
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¿Qué debo hacer Amor? ¿Qué me aconsejas?
¿Qué debo hacer, Amor? ¿Qué me aconsejas?
Es hoy tiempo en que muero,
y más me he dilatado que quisiera.
Mi bien se fue, y con él mi alma y mis quejas;
y, si seguirlo quiero,
conviene interrumpir lo que hasta hoy fuera;
porque si es vana espera
quererla ver, y el esperar me enoja,
después que en tal congoja
mudó todo mi gozo su partida,
no hay ya dulzura de que goce en vida.
Amor, te hablo a ti, pues te provoca
cuánto es mi daño grave;
y sé que a ti mi mal duele y abruma,
o mejor nuestro, que en la misma roca
rompió de ambos la nave,
y el sol nos ocultó la misma bruma.
¿Qué ingenio con la pluma
podría pintar mi mísero arrebato?
¡Ay, ciego mundo ingrato!
Razón será que llores tú conmigo;
que aquel bien que era en ti, no es ya contigo.
Cayó tu gloria ya, y aún no te espantas;
y, mientras vivió ella,
no fuiste digno tú de su evidencia,
ni ser hollado de sus dulces plantas,
porque cosa tan bella
debe el cielo adornar con su presencia.
Mas yo, que por su ausencia
ni a la vida mortal ni a mí me amo,
llorándola la llamo:
de antiguas esperanzas esto resta,
y esto es lo que aquí aún me arresta.
Ay, sólo tierra ya su gesto informa,
que daba fe del cielo
y todo cuanto bien allá se cría;
y en paraíso su invisible forma,
es ya libre del velo
que en la flor de la edad sombra le hacía,
para que luego un día
nueva vez, sin volver a deshacerse,
la veamos bella hacerse
tanto más cuanto más vale y consterna
sobre beldad mortal la que es eterna.
Más que nunca hoy mujer galana y bella
su imagen me figuro,
allá donde mejor ella se siente.
Esta es columna que me presta ella,
otra su nombre puro,
que en mi pecho resuena dulcemente.
Mas, volviendo a la mente
que es muerta la esperanza que en mí había
cuando ella florecía,
bien sabe Amor en que soy vuelto ahora,
y ella que junto a la Verdad hoy mora.
Mujeres que admirasteis su belleza,
y la angélica vida,
y aquel divino andar aquí en la tierra,
doleos de mí que siento esta aspereza,
no de ella, que ya es ida
a tanta paz, dejándome en tal guerra,
que si alguno me cierra
largo tiempo el camino que a ella orienta,
aquello que Amor me cuenta,
es causa sola de no darme muerte.
Pues él habla conmigo de esta suerte:
«Pon freno al gran dolor que en ti despierta,
que por seguir antojos
se pierde el cielo al que tu alma aspira,
donde ella vive, aunque parezca muerta,
y ya de sus despojos
no cura y solo ya por ti suspira;
y fama que respira
en mil partes por obra aún de tu lengua,
ruega que no halle mengua;
su nombre antes será mejor que alabes,
si te fueron ayer sus ojos suaves.»
Huye apacible y verde,
no vayas donde haya risa o canto,
canción mía, sino llanto:
no te conviene hallar cosa que alegra,
viuda, desconsolada, en prenda negra.
Petrarca, Francesco