Yo tuve un niño que era un leopardo.
Un leopardo.
Un escapado del viento.
Solo se detenía para escupir el encierro del asma.
Lo capturé en una jaula polaroid
y para que no se fugara le puse encima un vidrio grueso.
Yo tuve un niño que era una espada.
Una espada.
Una empuñadura del trueno.
Me aferré a los latidos de sus hojas afiladas.
En el aire cortado del patio
andan las apariciones de nuestros juegos.
Yo tuve un niño que era una sombra.
Una sombra.
Un vacío que se llenó de negro.
Si las sombras son mudas, ¿cómo saber qué buscan?
Solo se les ve jugar entre charcos y andenes despoblados,
en espera de otras sombras para agrietar el agua.
Yo tuve un niño que era una runa.
Una runa.
Con grabados de leopardo y alfabeto de silencios.
Los leopardos cuando escapan no dejan reflejo ni espada.
Apenas este cuerpo sombrío y sin sombra,
y esta jaula polaroid, y este vidrio grueso.