Nada de lo conocido, nada de ningún esplendor venidero
es comparable al paratruenos del cardenal moribundo,
ni la aguja de los jeroglíficos ni el diosecillo de oro en el follaje de pórfido,
ninguna ausencia es aquí más inalterable que esta ruina del paraíso
donde el dueño de Roma mira al albañil que ha hecho de la demolición su arte de vida,
al carpintero que con manos heridas por la garlopa talla una delgada arpía
en el bestiario del coro,
y por esa cicatriz mira el ojo pagano los peces cúbicos de la edad de Cristo.
Corre por las calles el rumor de la traición a Gramsci,
los índices remiten a páginas blancas, la soberbia hace frontera con la justicia.
Mis dudas han entrado en la embriaguez del cáñamo,
mi decisión en la fragilidad del vidrio.
Roma se hunde en el pudridero de las canteras latinas,
la luz entra en sus huecos como la cuchilla del descarnadero.
Oigo la oxidación de las bestias, oigo el mugido espeso de los feroces sátrapas,
al oferente en su caverna profunda ante el cuerno de Mitra.
Llamo veneno al aceite de la higuera de los ahorcados,
llamo flor crepuscular al cuajo de sangre de los mataderos.
Éste es el invierno hacia el que la lengua roja de los animales ruge,
ésta la boca infame en la bacanal de los regentes.
No la bisutería empañada por la decoración de los alquimistas,
no la dulce edad vencida de Adelaida Lindahl inmóvil bajo el barro de la felicidad,
no la tierra de ceniza de rosas, ni la llama lamida por el grito de la tierra mojada.
En cada ventana del mundo hay una mujer sentada, hay otro límite del hombre,
hay otra casa,
en cada combate con la muerte hay otro peligro, otro comensal de hormigas,
otro destino sucesivo,
hay manos irreconocibles que sostienen el decálogo de la ley de Moisés,
hay cirujanos que nadie conoce abriéndole con un alfiler la puerta al pájaro negro,
hay telegrafistas descifrando la ventura y el estrago de la desventura,
los mensajes de la injuria y el precio de los desechos,
hay por cada isla otra soledad de isla y por cada maltratado hay en mi piel
otro maltratado.
El que predica contra la compasión arroja un caldero de plomo
sobre la criatura salubre, se aleja de su hueso, abandona la temperatura.
El que obliga a su mano izquierda a empuñar la azada salva a la celosa carne
de lo inaccesible,
porque inaccesible es para el hombre aquello que le ha sido vedado durante el viaje,
desconocer el origen de su angustia, adivinar el espectáculo de las mariposas,
inaccesible es la verja que separa a Anne Pomerensky de su violín de palo,
la verdad que obliga a arrodillarse a Clemente Octavo príncipe de las lagartijas
y la coartada del amor ante la acusación de herejía.
Todo cementerio es una gruta de fatales huesos diluidos en leche de loba,
una hoguera estancada que atiza el íncubo de la codicia con un gran abanico
de plumas de oca,
por las terrazas de los cementerios se oyen de noche los caballos
muertos del final de la vida,
por todas las columnas huecas retumban los zapatos del hombre extraviado,
el silbido de los amantes separados durante el descenso por láminas de granito,
los que no descansan llamándose y perviven en el endurecimiento
como huesos de jibia.
Nada le he dicho yo a esta mañana en que canta en el jardín de la Academia
el ruiseñor de Pound,
nada a la criatura alada del hético que se consume junto al literario sofisma,
nada tampoco a la mano del díscolo que al levantar su índice
señala el águila erguida sobre el mástil fascista.
Durante la visión del alcohólico ésta es la lengua de Trilussa y su mano de bronce
de la que brota humo de leña,
escritura obligada por las fechas de octubre junto a las alambradas
de la coronación del divino Claudio,
lo que enterrado en mayo acude ahora como el cauterio de un rayo a los ojos,
las marmitas de aceite donde hierve la lengua leprosa de Roma,
la oración estancada en los pantanos católicos, las religiosas serpientes.
Y así también los moribundos cisnes del romanticismo en el espeso
aljibe de agua verde de la filología,
el anillo con la salamandra, la podredumbre de algas bajo el puente del Pontífice Síxto,
la muchacha húngara que traduce a Leopardi con brillantes ojos de gata,
la que tiene un pez que nadie ha besado.
Y vosotros, últimos años de mi juventud en la estación nublada,
días ornamentales del poeta entregado como un reo a la especulación del espíritu,
al hábito de las bocinas y los grabados antiguos,
días ilusorios como una pasión de la infancia, el juego naval, la saña con los dóciles.
Abrupta vida del gesticulante, el que ante lo previsto vive el sueño de lo previsto,
ese que duerme contigo bajo las telas de lino y te mira terminante como un criado
mortificado por el insomnio,
tú, que conoces el cero y el valor del cero y la fascinación de su estéril refugio,
tú, que te has desterrado a la zona dividida por la inutilidad, efigie de los proverbios.
Oh merodeador de reliquias, convulso huésped de los lugares herméticos,
yo iré contigo junto al taumaturgo celeste, yo te acompañaré ante el Juez de las Esferas,
cruzaremos juntos los arenales de obsidiana y de níquel, los impetuosos valles de agua,
juntos cruzaremos los laberintos donde la humanidad vocifera a sus ídolos,
los arcos de la exclamación, los puentes que unen al imperio con el continente
indefenso ya las aldeas del desierto con las ciudades marítimas,
yo entraré contigo en el salón burgués donde lee el almirante
epigramas a la servidumbre,
destrozaremos las alacenas, arrojaremos por la ventana las estatuas nativas,
como bárbaros que saquean la ciudad, como furia monzónica,
como espontáneos malditos.
No hay tregua para los confinados, no hay abolición de penitencia para mis camaradas
heridos por la flor silenciosa,
los poetas consumen su vida alrededor de las viejas palabras, enloquecen
suavemente, empiezan a llamar alondra a todo lo que pretende volar,
los poetas alargan los cinco peldaños de su mano derecha para que descienda por ella
el violinista judío y la vendedora de albahaca,
los poetas levantan la cabeza para mirar una estrella cuando nos morimos,
luego guardan un poco de sol para el camino, visten de negro al cormorán,
florecen en los cerezos.
Nada se llama del mismo modo dos veces, Eugenia Borissenko a quien no conoce nadie
entró en la muerte,
ahora su rostro es indestructible en la oscuridad, su voz se llama lámpara de petróleo,
se llama Charles Patrick Dark bebiendo té un nueve de marzo a los diecinueve,
se llama Nils Gustaf Palin amigo de los escarabajos en el valle de las esfinges,
nada se llama del mismo modo dos veces, nadie para la fábula de lo mortal
es pómulos y cejas, sino astilla de Adán y armazón de navío,
agua domesticada en la habitación de la muerte.