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Olivari, Nicolás
Argentina
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MI MUJER

Cuando tenía veinticinco siglos de hastío y la fealdad
repulsiva del ciudadano: cara de frente de fábrica, con dos
ventanas por ojos y un cerrojo en la puerta para las
buenas palabras llegaste vos, bruta y sencilla como una
vaca, con apenas cinco años de escuela primaria, que,
felizmente, no te hicieron mella.

Por más que te encanalló mi contacto, tu pureza natural
estaba tatuada en tu piel blanca, olorosa a leche agria, y en
el pozo de tus ojos grises y vacíos de animal alegre.

Cosa de carne tenías un alma maravillosamente simple,
como una columna de agua o como un dolmén de piedra de
sepulcro en la que los lagartos de tus pobres
instintos salían a tomar el sol de mi lujuria.

Eras la copa de oro de la materia inerte, sin una verruga
de ideal que alterase la maravillosa liga de tu metal, opaco
y sordo.

¡Cuánto bien me has hecho! Volatilizastes el hastío con
un gruñido de felicidad al besarme y a mi mala pata le
hiciste un guiño muy mono.

Yo te bendigo y te bendice mi entraña renovada y la
entraña de todos mis antepasados, los ogros y
burgueses, cargados de botín en el asesinato moral de la
lucha por la vida.
Mi cansancio racial fué tu túnica en la alcoba y danzamos
en el espasmo con la gravedad ensimismada y animal que
acaso hubiera querido Nietzche.

Tus vestidos eran lisos y blancos como tu espíritu, y más
de una vez hirió la media luna de celuloide de tu barbilla
la complicación paradójica del nudo de mi corbata:
símbolo de mi abulia acuciada y tenebrosa.

Te amo porque aireaste los desvanes de mí mismo con el
soplo de tu aliento, llenaste con la saliva de tu boca,
profunda y dulce, los sótanos de mi indiferencia
pesimista y clavaste en la frente de la personalidad el
gallardete de sucederme en tu vientre con carne con que
yo te hinchara.

Te bendigo en el nombre de mi madre porque eres
sencilla como ella y tus manjares han su mismo sabor
de pueblo.

Me hicistes humilde como un perro, lacio y leal, y a mí
¡a mí! que tenía las embestidas del jabalí, pero impostadas,
pero invaginadas…

Me animalizastes a tu nivel y te bendigo porque la coraza
orinada de mi cultura aflautaba mis pulmones en el grito
ocarinesco del pedagogo.

Eres tan del arrabal que tienes olor a tango y sabor al
yuyo de la calle donde tus antepasados jugaban a los cobres.

Tu voz es una guitarra herida y cantas tus tres palabras
esenciales: comer, gozar, vestir…

Tu piel granulada y blanca y blancos y granulados han de
ser los mil gramos de tu cerebro justo.

Te producistes en mágico milagro de creación y yo sé que
el divino alfarero que alisó tus ancas, altas y ondulantes,
no te dejó la marca de fábrica.
Eres tan del arrabal que eres mi alma ahora y a tu lado
estoy en mi tierra, en mi casa, en mi traje y en mi piel.

Siento que te amaré toda la vida porque me has
domesticado y estás en mí como una nueva circulación
sanguínea y en mi mismo cerebro estás, alta y bella, pero
muda, ciega y ausente, para no entrometerte en la
endiablada zarabanda de mis imágenes, de las que no
entenderías gran cosa.

Eres la perfección de lo sencillo y de lo común y sólo con
mirarte pensativo siento que me agarro a ti como un
pulpo negruzco se agarra a un alga elegante y derivante.

¡Vino de tu presesncia para mi embriaguez nocturna! Luz
de tu figura para verme sombra y comprobar que vivo!
¡Tabla a que me agarro! ¡Salvación de mi fe, puerpera y
desangrada! ¡Turbión de delicias! ¡Tranquilidad de j
ornalero con los riñones doloridos y la mirada gozosa
después de las ocho horas de trabajo! ¡Gratitud de poeta
que ha encontrado su musa de carne… ¡de carne!

Darás tu alma sabiamente necia a mis hijos y yo les daré
mi cochino nombre prostituído en todas las redacciones pobres.
Yo soy el escarabajo, redondo de angustia, que se amparó en tu luz.

Así, sin ideas generales, así, tan sin especializaciones, así,
tan de carne franca y caritativa, dame siempre el agua de tu
ternura fiel para templar los altos hornos de mi orgullo estéril y literatizante.

Olivari, Nicolás

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