El gato de mi vecina me mira desde un estrecho alféizar en la ventana de un octavo piso. Es la primera visión de la mañana. Me mira con sus ojos alargados y verdes en medio de un grumo de pelo blanco y permanece quieto, como si fuera de porcelana. Abajo, un patio, también estrecho, de baldosas rojas y una caída profunda como la vida. Me pregunto por qué se atreve a sentarse en ese borde peligroso, por qué instinto primario se arriesga a la libertad de mirar tejados. Nos parecemos bastante, a mí también me gusta bordear los límites del patio en el que vivo.