Es un silencio leve
primero: gotas sobre la hierba.
Un manantial después. Luego un arroyo.
Luego un inmenso río de silencio
que azota las ventanas y destroza
célticas tumbas, pájaros y ramas.
Al otro lado del cristal, silencio.
Una caja de música, que tampoco se oye,
ha puesto en movimiento delicadas
figuras de un retablo
al que pertenecí: queda un vacío,
algo abolido y, a la vez, logrado,
que me realiza y, a la vez, destruye.
Mata la luz de un soplo. Siguen:
muerto el carmín de las purpúreas rosas,
matado el oro del cabello undoso,
sucio de moscas el aljófar, agrio
el humor entre perlas destilado.
La tormenta de polvo va borrando
lo que olvidó la muerte.
Firmo la paz con las cenizas
de aquel tiempo. Quisiera
expresarlas, salvarlas,
mas si hablo, no oyen;
si las miro, no miran.
Sois hermosos y horribles
en la cursi tortura que os traspasa;
en el mundo de nunca que sostiene
vuestra danza de sombras en el polvo
a través de una extensa música de relojes.
En algún lado del cristal ha muerto
alguien —¿yo?, ¿vosotros?, ¿el tiempo?—.
Desde una lejanía marítima y sonora,
a un lado de los niños que nacen
con su grito terrible,
del pájaro que muere, de los barcos perdidos,
en vuestra danza de relojería
se frustra el tiempo y el amor se estanca.