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Tejada Gómez , Armando
Argentina
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Don Cleto

Don Anacleto Aznar entró a la sala aún bufando y dio orden de cerrar -tapiar, dijo- todas las puertas y ventanas -y cualquier otro resquicio, agregó- de su mansión solariega de la calle de la Catedral y bufó fulmíneo, tonante, ante toda su familia y la servidumbre atónitas:
-Ni el aire. ¡Que no entre ni salga ni el aire de esta casa, nunca más!
Y sus hermanas solteras se llevaron, como siempre, las manos a la cara y la servidumbre inclinó su impasible reverencia y la Lela, su Ama de Llaves, chancleteó hasta la poltrona donde don Cleto se había dejado caer y comenzó a sacarle las polainas y a desabrocharle los botines de capellada alta de charol, mientras una de su hijas, también soltera, lo abanicaba para que no fuera darle un soponcio.
Como tantas veces había salido esa mañana con don Bartolomé Mitre de la casa del general, discutiendo ese asunto de la guerra con el Paraguay y cuando ya iba a hacerle una seña a su cochero, quedó clavado en la palabra: inconcebible -que venía diciendo-, al oír un como trueno de todo el averno y ver venir desde el fondo de la calle de la Florida un tronco de percherones arrastrando una carrindanga monstruosa y el toque a rebato de una corneta estridente de sonido grotesco, admirado de cómo la gente se apartaba presurosa y de que hasta algunas damas tuviera que saltar a la vereda para ponerse a salvo del paso irresoluto de esa guarangada que pasó ante su asombro levantando una nube de polvo. A su confusión la terminó de confundir la carcajada del general que, además había dicho:
-Es el Tranway, don Cleto. ¡Es el progreso que avanza!
Furibundo, don Cleto había mirado al general y con un ademán olímpico, ordenado a su cochero que se acercara a la acera para partir empacado en su dignidad herida, con apenas una leve inclinación de cabeza a Mitre, que se quedó riendo ya moderadamente, despidiéndolo divertido porque, al fin, esta no era más que otra manía del maduro patriarca, pero sin sospechar hasta dónde llegaría la ofensa del tranvía a caballos, verdaderamente atronador, que había incorporado a la ciudad un ritmo que, raudamente, la alejaba de la Gran Aldea para siempre.
Ahí iba don Cleto, en el recinto recoleto de su carroza, sabiendo que ese era su último paseo por las calles ya atestadas de un Buenos Aires procaz, insolente, infestado de gringos que parloteaban una jerigonza bárbara, donde ya no se podía vivir. De ahí que parentela y servidumbre, tardarían mucho tiempo en comprender qué quiso decir cuando dijo, ordenó, decretó:
-¡Ni el aire!

Tejada Gómez , Armando

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