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Granado, Javier del
Bolivia
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DERROTA DE AMIRAYA

Vencidos
por la fuerza
telúrica del Valle
retornan a la gleba
los bravos vencedores
que esculpen en las cumbres de Aroma su epopeya;
sin que el carácter férreo de Don Esteban Arze,
consiga retenerlos sobre la puna gélida,
para cubrir la marcha de la Legión platense,
y proclamar triunfante la libertad de América.

Pero el insigne prócer Francisco del Rivero,
atiza con su aliento la fragua de la guerra,
fundiendo en sangre y hierro las armas de la Patria
que vela Don Quijote bajo un fanal de estrellas.

Reclaman los paisanos
su puesto en las trincheras,
y el ínclito Patricio
que avanza por la estepa,
hostiga al enemigo
por riscos y laderas,
despliega Regimientos sobre La Paz y Charcas,
protege los ejércitos del Plata con sus fuerzas;
y luego del ataque de Cosme del Castillo,
que asalta con fiereza
Machaca y Pasacona;
captura en Chikiraya las bélicas enseñas,
y triza en aspas de oro
su lanza de quimera.

Mas el adverso sino de los paganos dioses
que rigen con su égida la tempestuosa guerra,
confiere los laureles de Marte, a Goyeneche,
que en Guaqui despedaza la División pampera.


Pues la deidad olímpica que abandonó a Castelli,
se entrega
a los realistas
cual veleidosa hembra,
y gira en el espacio
sobre su alada rueda.

Rivero
el Gran Caudillo de la épica contienda,
que amara su terruño con mística
pureza,
rechaza con orgullo
los cargos y prebendas,
que el hombre de «tres caras»,
en vano le ofreciera,
si logra
que la Villa doblegue su cabeza
bajo el dorado yugo del Rey Fernando VII;
y desplegando al viento su fúlgida bandera,
retorna a Cochabamba,
y heroicamente ofrenda
su vida y su fortuna por defender la Patria,
forjada en los Cantares de la Leyenda Homérica.

Secundan los patriotas
su espléndida
Proclama,
y abierto el ancho surco que la simiente espera,
se dan como semilla
para sembrar la tierra;
y al mando del Caudillo, Guzmán, Vélez y Arze,
desfilan por las quiebras
de Tapacarí y Arque,
que ciñen en sus brazos las cumbres altaneras.

Empero los realistas
trasmontan en hilera,
los riscos del Tunari y el abra de Tres Cruces
que elevan sus picachos a la región etérea;
desconcertante hazaña
de insólita estrategia
que obliga a nuestras fuerzas a desplegar sus alas,
y proteger los flancos de la llanura inmensa
que abarca Sipesipe y el cuenco de Amiraya,
donde los rioplatenses y los vallunos mezclan
su sangre en los torrentes de Vinto y de Viloma,
que braman fecundando bucólicas praderas.

Relinchan los corceles,
resoplan las trompetas,
y reventando el seno de las colinas rojas,
retumban los cañones en la florida sierra;
mientras que de las cumbres
como un torrente ruedan
millares de Dragones y enormes Granaderos,
de los de lanza en ristre y enhiestas bayonetas,
que arrollan en la pampa
las tropas montoneras.

Combaten los vallunos
como acosadas fieras,
y luchan con bravura
por defender su tierra,
pero el trece de agosto del ochocientos once,
reduce el fuego a escombros las rústicas aldeas,
y abrasa entre sus llamas
los predios y las huertas,
devora los maizales, destruye los graneros,
y enciende en las colinas fogatas de luciérnagas.

Crepita el molle añoso
donde las vides trepan,
y eleva hacia las nubes sus brazos suplicantes,
sin que la Santa Virgen de las Mercedes pueda
alzar sobre los muertos su mano bendiciente,
pues, tronchan de un balazo, sus dedos de azucena.

Desgarra
el aire un grito de rebelión suprema,
y aplastan los realistas
las últimas trincheras,
prendiendo a fogonazos
la bóveda de estrellas.

Granado, Javier del

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