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Saavedra, Ángel de (Duque de Rivas)
España
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Bailén

III - La victoria



¡Bailén!... ¡Oh mágico nombre!

¿Qué español al pronunciarlo

no siente arder en su pecho

el volcán del entusiasmo?



¡Bailén!... La más pura gloria

que ve la historia en sus fastos

y el siglo presente admira,

sentó su trono en tus campos.



¡Bailén!... En tus olivares

tranquilos y solitarios,

en tus calladas colinas,

en tu arroyo y en tus prados,



su tribunal inflexible

puso el Dios tres veces santo,

y de independencia eterna

dio a favor de España el fallo.



Inclina la tierra

su mísera frente

al omnipotente

de Francia señor.

¡Viva el emperador!



Es dios de la guerra,

y de polo a polo

su brazo tan solo

será el vencedor.

¡Viva el emperador!



Segura tenemos

aquí la victoria,

sin riesgos, sin gloria,

pero rica asaz.



Marchemos, gocemos

las grandes riquezas,

e insignes bellezas

de España feraz.



A Francia gloriosa,

¿quién hay que la estorbe?

Rendido está el orbe

a su alto valor.

¡Viva el emperador!



Su ley poderosa

la España reciba.

Avancemos, ¡viva

de Francia el señor!

¡Viva el emperador!»



Así en infernales voces

los invencibles, que hollaron,

sembrando exterminio y muerte,

la Europa del Neva al Tajo,



las silenciosas cañadas

y los fecundos collados

de Bailén, al sol naciente,

con gozo infernal turbaron,



de clarines y tambores,

de armas, cañones y carros,

relinchos y roncos gritos

tormenta horrenda formando,



mas sin saber que una tumba

era el espacioso campo,

por donde tan orgullosos

osaban tender el paso.



De repente, de la parte

del Sur el viento les trajo

rumor de armas y de hombres,

y los ecos de este canto:



«Ya despertó de su letargo

de las Españas el león,

antes morir que ser esclavos

del infernal Napoleón.



»¡Viva el rey, viva la Patria,

y viva la Religión!»



Y aparecen los guerreros

del Guadalquivir preclaro,

sin pomposos atavíos,

sin voladores penachos,



la justicia de su parte

y la razón de su bando,

con Dios en los corazones

y con el hierro en las manos.



Y aunque en la guerra bisoños,

y aunque con orden escaso,

llevan resuelto a su frente

al valeroso Castaños.



Los fieros debeladores

de la Europa asombro y pasmo,

los fuertes, los invencibles

de mil triunfos coronados,



de limpio acero vestidos,

con oriental aparato,

de oro y dominio sedientos,

de orgullo bélico hinchados,



y teniendo a su cabeza,

la sien ceñida de lauros,

a Dupont, caudillo experto,

duro azote del germano,



ven con desdén y desprecio,

como a inocente rebaño

que al matadero camina

y piensa que va a los prados,



una turba que ha dos meses

en el taller y el arado,

ni cargar una escopeta

era posible a sus manos.



Y en carcajadas de infierno

y en burladores sarcasmos,

prorrumpen, y furibundos

al fácil triunfo volaron.



¡No tan fácil! Bramadoras

las ondas del oceano,

del huracán empujadas

tienden el inmenso paso;



raen las arenas profundas

de los abismos, al alto

firmamento, entumecidas,

van a encontrar a los astros;



tragan voraces y rompen

y aniquilan todo cuanto

pone a su furor estorbo,

pone a su curso embarazo;



y en la humilde y blanda arena,

o en el informe peñasco,

donde el dedo del Eterno

escribe hasta aquí, pedazos



se hace su furia espantosa,

se estrella su orgullo insano,

y en espuma roto vuela

su poder, del orbe espanto.



«El español ardimiento,

su fe viva, su entusiasmo

sean la meta del coloso»,

pronunció de Dios el labio.



Y lo fueron. Los valientes

de luciente acero armados,

los granaderos invictos,

los belígeros caballos,



los atronadores bronces

y los caudillos bizarros,

que las elevadas crestas

de Mont-Cení y San Bernardo



camino fácil hicieron,

que las ondas humillaron

del Vístula y del Danubio,

del Mosa, del Rhin y el Arno,



no pueden la mansa cuesta

trepar del collado manso

de Bailén, ni al pobre arroyo

del Herrumbrar hallar vado.



Y los que mares de fuego

intrépidos apagaron,

y muros de bayonetas

hundieron en un amago,



del español patriotismo

a los encendidos rayos,

al hierro de los bisoños,

al tiro de los paisanos



no osan resistir. Desmayan

y se fatigan en vano;

retroceden, se revuelcan

en tierra hombres y caballos,



y las águilas altivas

humillan el vuelo raudo

ensangrentadas sus plumas,

hasta perderse en el fango.



Y rendidas las legiones,

que al universo humillaron,

encadenadas desfilan,

vuelta su gloria en escarnio,



ante turba que ha dos meses

en el taller y el arado

ni cargar una escopeta

era posible a sus manos.





«¡Viva España!», gritó el mundo,

que despertó de un letargo.

Al grande estruendo apagose

en el firmamento un astro.



Y al tiempo que, ante las plantas

del noble caudillo hispano,

Dupont su espada rendía

y de sus sienes el lauro,



desde el trono del Eterno

dos arcángeles volaron:

uno a dar la nueva al polo

su nieve en fuego tornando,



otro a cavar un sepulcro

en Santa Elena, peñasco

que allá en la abrasada zona

descuella en el océano.

Saavedra, Ángel de (Duque de Rivas)

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