T. S. Eliot o el big bang de la poesía moderna

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Hace cincuenta años moría T. S. Eliot de un enfisema pulmonar causado por su adicción al tabaco. Eliot fumaba y fumaba y el humo de sus cigarros iba envolviendo y desvelando, como en una película de misterio, parte de la mejor poesía europea de entonces, de siempre.

En su oficina de la editorial Faber and Faber preparó la edición de manuscritos de W. H. Auden, Stephen Spender, Ted Hughes... Su libro Poems, de 1919 (el segundo de los suyos) lo editaron de forma manual Virginia y Leonard Woolf. El humo de los cigarros de Eliot no hacía dibujitos: hacía letras.

Cuando en 1948 le concedieron el premio Nobel, el jurado le llamó "pionero". La tierra baldía (1922) fue la tierra ignota que descubrió, con la ayuda de Ezra Pound, quien desbrozó de maleza el manuscrito original hasta dejar en pie la sublime arquitectura de un collage poético único. La técnica no era nueva (todos los poetas se han dedicado con mayor o menor afición al collage desde el principio de los tiempos) pero sí el modo en que Eliot optaba (sin renunciar a todos los redobles de tambor) por soluciones que dejaban el poema, el verso, abiertos. Tampoco era casualidad: como ensayista, Eliot fue uno de los más brillantes pensadores acerca del lugar de la lírica en la sociedad. Cualquier aprendiz de poemas tendría que leer La tierra baldía y los Cuatro cuartetos, pero también Función de la poesía y función de la crítica (que fuera traducido al castellano por Jaime Gil de Biedma), por empezar por algún sitio.
El poeta inglés T. S. Eliot había nacido en St. Louis, Missouri, en 1888. El joven Eliot se vio apartado de las correrías con sus iguales en edad que incluían ejercicio físico por culpa de una hernia inguinal congénita. Se quedó en su rincón y lo que encontró fueron libros (su madre también escribió versos). Cuando en 1898 comienza sus estudios en la Smith Academy, elige como materias el Latín, el Griego antiguo, el Alemán y el Francés, entre otras. A los catorce años lee las Rubayatas de Jayyam y Fitzgerald y eso sella su destino. En 1906 está estudiando filosofía en Harvard y descubriendo a Rimbaud, Verlaine, Corbière, Laforgue... Así que sigue sus estudios de filosofía pero ahora en la Sorbona, donde tiene la oportunidad de escuchar hablar a Henri Bergson antes de volverse a Harvard a estudiar sánscrito.

Otros poetas que fueron a París a escuchar a Bergson fueron Antonio Machado o Giuseppe Ungaretti. Cada uno a su manera entendieron que las teorías del filósofo francés recuperaban el hilo entre la física y la poesía, que comparten un mismo objetivo: describir lo invisible. Las ideas de Bergson sobre la duración están relacionadas (en principio) con la teoría de la relatividad de Einstein, pero su concepción de una línea temporal de la que podemos saltar para verla desde fuera inspiraría desde entonces a muchos poetas (tal vez a los mejores de la tradición occidental). Desde entonces, un poema es una vida o una eternidad (¿no es lo mismo?) condensada en el espacio de unos versos: un big bang al revés.

Y un big bang es La tierra baldía; el big bang que originó la expansión de la materia que hoy forma lo mejor de la poesía occidental. Todo parece estar en La tierra baldía como primero todo parecía estar en el Poema de Gilgamesh. El poema incluye una larga serie de notas para hacerlo más inteligible (lo que consigue algo) pero que en realidad lo que hacen es prolongar el poema más allá de sí mismo.

Su influencia en España fue más o menos importante: como teórico sobre todo, pero también en poetas como el primer Pere Gimferrer (el de Arde el mar) o quizás uno de los autores que más lejos llevó la propuesta eliotiana, Gerard Vergés (véase si no su L'ombra rogenca de la lloba). Muy pocas de las vanguardias poéticas posteriores serían comprensibles sin su figura. La de un hombre cuya vida no pudo ser menos vanguardista: toda la vida leyendo y estudiando rodeado de humo. Como en una vieja película de misterios más o menos exóticos y sánscritos.