Poda, de Andrés Eloy Blanco. Poesía hecha para sonar

Fuente: http://www.el-nacional.com/papel_literario/iPodai-Andres-Eloy-Blanco-Poesia_0_667133393.html

Del modernismo languideciente tomó Andrés Blanco la exuberante forma verbal y la musicalidad con que innovó Rubén Darío la poesía castellana; pero sus temas no serían ya el mundo de princesas y marqueses, o de seres mitológicos que sirvieron de evasión al gran bardo nicaragüense, sino su propio espíritu agitado por el amor, la admiración o la angustia, o las pasiones de otros hombres y mujeres que se hicieron presentes en sus cantos. AndrésEloy fue hombre de su tiempo, en política y en poesía, lo que le ganó autenticidad y, por lo tanto, perennidad.

Los románticos, al verter demasiadas lágrimas, limpiaron el terreno donde iba a florecer la planta modernista. Andrés Eloy se confesó epígono del modernismo, pero Poda es un paso de avance hacia nuevas escuelas y es un estadio dejado atrás en la biografía literaria de este poeta. Sin embargo, es el libro que su mismo autor no logró superar. El dominio del instrumento poético de que hace gala Andrés Eloy en Poda es magistral. El lenguaje en sus manos se amolda a los temas más variados; la música que se oye recorriendo la escala de sus versos, solo puede arrancarla un maestro del idioma. Y este último rasgo basta para explicar la aceptación, por doctos e incultos, que han tenido sus poemas, pues se cumple en ellos la exigencia de Juan Nuño: “...poesía, hecha para sonar, no para ser entendida, que de buscarle significado al verso, pierde su belleza”. Además, no hay estrofa de este poemario que no ofrezca metáforas novedosas e impresionantes. La fantasía prodigiosa del poeta aporta imágenes que colocan su libro como un faro que ha iluminado la ruta de otros poetas y ha captado por espacio de más de medio siglo el interés de los lectores venezolanos. Poda marca un hito señero en la historia de nuestras literatura.

Hay poemas como “Los ojos de la virreina”, que de la manera más sutil y melodiosa evoca la Lima de los virreyes. Leyendo este poema, que empieza con interrogaciones, se siente un aire de rigodón que comunica suavidad y encanto al recuerdo de la orgullosa ciudad colonial. Y con igual preciosismo el poeta prolonga ante nuestros ojos y oídos, en “La vejez del Mariscal”, la vida del Mariscal de Ayacucho, a quien en un sueño lo contempla anciano. El ritmo de estas dos composiciones es el de una lenta sinfonía que nos viene del pasado; pero a diferencia del Darío helénico, chino o medieval, se trata de un pasado americano: en el primero pregunta por la “Lima jovial que iba a misa”; en el segundo, palpita con hondura la veneración del poeta por los libertadores.

“La hija de Jairo” es una joya de la lengua en que se conjugan la sonoridad y la alusión a un episodio bíblico, propias del modernismo, con la exaltación del amor como un segundo taumaturgo que torna a realizar el milagro de la resurrección.

En su “Laude a Buda” el poeta contempla con arrobamiento religioso la inmarcesible virtud del dios oriental, la asocia al dios de occidente, contrapone a ella sus humanas flaquezas y, para rematar su mística oración, le rinde a primero una ofrenda cristiana.

“Las estancias de Ivorio”, en dos partes, están escritas en una “red de tercetos” de una pasmosa perfección. “Las del sol naciente” se inspiran en una leyenda de la India, y en metáforas embriagadoras se descubren a través de ellas el ambiente y los personajes del Asia milenaria. En las del sol meridiano están presentes Beatriz y el poeta florentino. Las segundas irradian un fulgor que sitúa a estos tercetos a una altura equiparable a los de la Divina comedia.

Caridad cristiana

Un curiosísimo poema de Poda es “Letanías a las mujeres feas”. Hay en él una gran dosis de humorismo, pero también de caridad cristiana: dos elementos que son inseparables.

No solo la “Epístola a una desconocida”, sino la “Carta a Udón Pérez” y “Las uvas del tiempo” pertenecen al epistolario lírico. Esta última va dirigida a la madre, desde la otra ribera del océano, nostálgico de su tierra y harto de homenajes (“el renombre, la gloria... ¡pobre cosa pequeña!”) e insatisfecho de su misión. En su carta al poeta zuliano, escrita durante su segundo viaje a La Habana, en 1925, ya Andrés Eloy ha tomado su decisión de rechazar los halagos tendidos por el régimen y ha ocupado la trinchera contraria, impulsado por su innata vocación de combatiente: “A mí la justicia me arrastra como un vicio”.

“La vaca blanca”, compuesto en 1922, es un poema añorante de los llanos. Se vislumbra en él, al desempeñar la vaca la función de nodriza del niño huérfano, el rumbo futuro de su poesía, cuando esta se mostrará condoliente del llanero miserable.

En más de una ocasión hubo de renunciar el poeta a sus amores. Como esto le ha acontecido a tantos, son explicables las repetidas veces en que se han leído dos poemas suyos: “La renuncia” y “Los navegantes”. Porque es virtud de los buenos poetas sentir por los demás. Al barco en que se alejó su novia para siempre, sin quererlo ella, “prolonga su península el recuerdo”, y compara la frustración del amante con la del niño pobre, y finaliza así: “cuando renuncie a todo, seré mi propio dueño”. “La renuncia” ha sido motejada de populachera, y el mismo reproche le han hecho a “El dulce mal”. Si a estos dos poemas se ha abrazado el gusto del pueblo, no dejan de ser el fruto de un poeta culto, que escribe como tal y que tiene valor para confesar su renuncia y para proclamar que él también padece de un dulce mal de morir.

Sus “Coplas del amor viajero” son nuestro Cantar de los cantares. Por su sencillez han pasado a ser patrimonio de todos, pues a diario se las oye pronunciar como si fueran anónimas. De estas coplas, que se han hecho clásicas, han echado mano varias generaciones para llorar sus amores:

Yo, entre tanto, junto al mar,

esperaré tu venida

y en su eterno esperar

se me pasará la vida.

De igual fama ha disfrutado su soneto “A Florinda en invierno”, que una noche soñó en París, según su confesión. Se han inventado parodias de este soneto, avivadas por el despecho, y los académicos de la lengua le han encontrado influencias de Jorge Manrique, Shakespeare, Garcilaso.

El “Canto a España” es el primer poema de Poda y el primero en llevar las letras venezolanas al conocimiento amplio de los demás países hablantes del español. El premio que obtuvo Andrés Eloy por este canto lo celebraron con entusiasmo sus compatriotas. Aún bajo el palio modernista, el poeta pone su corazón al pie de otra madre (a la suya personal le dedicó su verso primigenio y, en tercetos conmovedores, uno de sus últimos poemas): España, a la que amaba con devoción filial, como lo demostraría en sus artículos periodísticos, en sus apasionados discursos y en la tribuna universal de las Naciones Unidas. En este canto, Andrés Eloy toca todos los registros de un órgano inmenso, que resuena en las naves del océano Atlántico, donde él se ha sumergido hasta los hombros para llevar a esa tierra de su predilección el amor y la gratitud de un continente:

Esa era América. ­¡Nadie le dio nada! / De ti lo esperó todo, tú fuiste el Dios y el Hada; / su palma estaba sola bajo el celeste azul, / su luz no era reflejo, sino lumbre de estrella; / presintiendo tus cruces, ya había visto Ella / cien calvarios sangrando bajo la Cruz del Sur.

Lo mismo que al Atlántico, el poeta saluda al lago en los armoniosos alejandrinos de su poema “Coquivacoa”. Y le canta al “Orinoco”, cuyos siete ríos tributarios son para él siete corceles.

Profeta de los humildes

La última parte de Poda son las “Elegías”, dentro de las cuales sobresale el negro crespón que esconde el gimiente corazón del hijo, cuando este eleva la “Oración del sábado” por su padre muerto.

Sin escaparse del todo del modernismo, palpita la sensibilidad de un poeta que no puede desvincularse de los motivos de los otros hombres. Él recibe de sus predecesores literarios un suntuoso ornamento que lo deslumbra, agradece el precioso legado y con él cubrirá las desnudeces que saldrán a su paso.

Esa preocupación saltará en forma directa de los calabozos a los cuales ingresó apenas hizo el saldo de sus poemas (1928); brotará espontánea al contemplar el paisaje de los lugares de su confinamiento; le nacerá a lado de sus combates políticos, una vez alcanzada la libertad; pero ya antes, en seis años de laureles cosechados en diferentes países que hablan su propia lengua, las melodías que arranca no van a amenizar otros mundos, sino son un bálsamo para el dolor de los que viven alrededor suyo. El mismo año de su triunfo en España, cuando los toreros le brindan sus suertes y los académicos hacen con él una excepción invitándolo a su cenáculo, le escribe a su madre, mientras exprime “las uvas de tiempo”: “Yo soy un hombre a solas en busca de un camino”.

Poda es un libro del cual fluyen íntimos sentimientos amatorios; pero al expresaros, su voz es la de un pueblo, que siente como él.

Cuando, tres lustros más tarde, les cante a los angelitos negros a quienes les cierran las puertas del cielo, Andrés Eloy es un profeta de los humildes, pero cuando renuncia a un amor imposible, su verso se eleva para consolar a todo el que intenta una conquista y lo que obtiene es un rechazo. “El limonero del Señor” irradia la taumatúrgica curación de toda una ciudad, para la cual el milagro esperado no tiene tanto valor como las estrofas que lo exaltan. Poda es un libro de actualidad, porque es un clásico; su nombre no significa desmoche, sino renovación. Con él, Andrés Eloy les dice adiós a sus glorias remotas; pero las deja intactas, para disfrute de los que después lo lean. Es justo entonces concluir en que si alguna vez ha habido un poeta nacional en Venezuela, éste ha sido nadie más que Andrés Eloy Blanco, del mismo modo como Víctor Hugo ha sido el poeta nacional de Francia. “Desgraciadamente”, se quejó Baudelaire. Si otros formulan la misma queja contra Andrés Eloy, ella es secundaria: lo importante es el reconocimiento.

Canto a España

El 10 de septiembre de 1924 regresó Andrés Eloy Blanco a Caracas, en medio de una manifestación de regocijo colectivo. Venía de recibir el premio que mereció su “Canto a España”. En Santander, en el acto de discernimiento de premio, estuvieron presentes el rey y la reina de España, la Academia Española de la Lengua en pleno, los escritores que lo colmaron de elogios, el ilustre torero Juan Belmonte y numeroso público que lo vitoreó esa noche y siguió haciéndolo durante un año en las plazas de toros. Su laureado canto fue escrito en 1923, y desde entonces, hasta 1928, compuso el resto de los poemas que integran su libro Poda. Pero este no sería publicado sino en 1934, después de seis años de tormento carcelario, de confinamiento en pueblos apartados y de rígida vigilancia. Su poesía había cambiado por completo, así como su vida. Sin embargo, el poeta no repudió estos versos, que parecían haber sido escritos por un hombre muy diferente al que salió del cautiverio y que, a juicio de muchos críticos, son los mejores suyos.