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Adelantamos varios fragmentos del nuevo libro de María Asunción Mateo, 'Mi vida con Alberti' (Editorial Berenice), que sale a la venta el 29 de agosto. Rafael, el tiempo a tu lado ha transcurrido demasiado rápido, me han faltado más años a tu lado para poder continuar adelante con menos dolor y sumisión ante lo irremediable, de ahí la intensidad, la urgencia de nuestro amor. Pero es imposible controlar el destino.
Apareciste en mi vida y yo en la tuya en el momento oportuno que las constelaciones decidieron escoger («Para algo llegaste, Altair...»). Cáncer y Sagitario. Nuestro encuentro no se hubiese podido llevar a cabo antes o después, todavía no estaba escrito coincidir, todavía no se habían alineado los planetas y cuando lo hicieron, don Antonio Machado nos estaba esperando en Baeza para indicarnos el camino a compartir, sin que ninguno de los dos lo imaginásemos. Vivíamos nuestro presente con tanta intensidad que nunca nos planteamos qué hubiera ocurrido de habernos encontrado muchos años atrás. Sin embargo, en alguna ocasión no he resistido la tentación de comparar fechas, establecer paralelismos en momentos importantes de mi vida y la tuya antes de encontrarnos en aquel tiempo y espacio de Baeza y constatar lo dispares que habían sido, surgidas casi en dos siglos diferentes. Era difícil que confluyeran siendo tan distintas y distantes y, sobre todo, de la forma y la intensidad con que lo hicieron —igual que el Mediterráneo y el Atlántico en tu tierra—. Sin embargo, sucedió. Ante la sorpresa de tantos y el desdén incomprensible de algunos. Primeros encuentros Nuestros primeros encuentros en la intimidad no llegaron hasta septiembre y fueron maravillosos, entre otras cosas por el atractivo, el encanto que suponía la clandestinidad en el serrallo —así lo llamábamos humorísticamente—, el apartamento 1730 en el piso diecisiete de Princesa 3 duplicado. ¿Quién iba a imaginarnos allí, en las alturas, en aquel estrecho sofá gris que tantas veces nos servía de cama o en el propio parqué sobre el colchón trasladado desde su dormitorio, repleto de paquetes y libros? Yo nunca había vivido una relación con esas características, difícil de clasificar, no sé si de aventuras, de novela decimonónica o más bien de película francesa de la 'nouvelle vague', sobre todo por el actor protagonista con el que era difícil avanzar por la calle sin que la gente lo reconociera, se detuviera a pedirle un autógrafo, el dibujo de una paloma o una fotografía a su lado, algo a lo que él nunca se negaba. Me resulta muy difícil reflejar la intensidad de las horas y días vividos allí, en donde el marinero en tierra fue desembarcando apasionadamente toda su artillería lírica amorosa, desde 'El cantar de los cantares', pasando por los 'Cancioneros', los místicos, los románticos, los modernistas... hasta su poema más reciente, dedicado a mí. Para una persona como yo, una letraherida que se pasaba la vida leyendo, no resultaba nada fácil sustraerse a la fascinación que suponía escuchar de su voz, con perfecta dicción, los versos de amor más sublimes que se habían escrito («Yo no nací sino para quereros / mi alma os ha cortado a su medida / por hábito del alma misma os quiero / cuanto tengo confieso yo deberos / por vos nací / por vos tengo la vida / por vos he de morir / y por vos muero»). Era como dejar a una niña golosa con una caja de bombones en las manos. Rafael, yo sabía que aquellos versos y muchos más se los habrías recitado, quizás con idéntico embeleso, a otras mujeres de tu vida, pero eso no me importaba. Para mí salían de tus labios por vez primera y por primera vez los compartíamos en absoluta soledad. Cualquier verso de amor —divino o humano— parecía escrito para aquellos encuentros en los que entre dulces caricias, fresas, uvas y chocolates, los excelsos poemas de Garcilaso y san Juan se reunían en tu voz para convertirte en el más entregado y rendido de los amantes. Visitas a Madrid Mis visitas a Madrid se fueron afianzado a través de los días, siempre y cuando mi trabajo y mi familia me lo permitieran. Rafael comenzó a enviarme billetes de avión para mi mayor comodidad y poder así estar más tiempo juntos. Hoy me conmueve imaginarlo guardando turno para comprarlos con su permanente inquietud, ante el asombro de los allí presentes, en la oficina de Iberia, ya desaparecida, en la plaza de España, muy cerca de su apartamento. El edificio donde vivía estaba abierto las veinticuatro horas del día con una vigilancia permanente que, dado el gran número de inquilinos, no era posible controlar la entrada de nadie. Me resulta muy difícil transmitir con la misma intensidad todo lo que yo sentía al entrar allí. Nunca más he vuelto a vivir aquella sensación tan honda y maravillosa, pero soy capaz de revivirla tan solo con cerrar los ojos. Ya en el ascensor mi desasosiego y mi nerviosismo se aceleraban durante los diecisiete pisos que había que subir hasta llegar al último apartamento del largo pasillo en el que me detenía para respirar hondo y tranquilizarme… Allí, detrás de un radiador de calefacción en el recodo junto a la puerta de entrada y escondida dentro de un calcetín para viajeros de Iberia, estaba mi llave del apartamento. A veces, a pesar de haberla dejado en su escondite, Rafael estaba dentro, esperándome en penumbra con música clásica, incienso... («Hoy siento como cuando tenía veinte años»). Entonces, mientras él, sentado de espaldas no advertía mi llegada, yo entraba casi de puntillas para sorprenderlo y deseando sentirme abrazada con aquella desconocida intensidad. Hay escenas, como esta, que no puedo —ni quiero— borrar de mi memoria. A Rafael siempre le preocupó su aspecto personal, pero manteniendo esa despreocupada coquetería innata de quien se sabe guapo y que a pesar de los años algo quedaba del ayer. A la hora de vestirse elegía los colores intuitivamente y por estridentes que fueran se combinaban a la perfección, neutralizados por la blancura de sus cabellos. Lo curioso es que era un presumido atípico, que apenas se miraba en el espejo si no era para afeitarse, lo que a veces debía hacer dos veces al día si teníamos un compromiso por la noche. En esas ocasiones yo le recordaba divertida que parecía el protagonista de un anuncio de televisión antiguo de dibujos animados, en el que un hombre recién afeitado mientras bajaba la escalera con optimismo al tocarse la cara notaba que ya le había crecido la barba y tenía que subir a casa para volver a afeitarse. Si la memoria no me falla creo que era de cuchillas de afeitar Orión. Cuidaba siempre de ir perfumado con una esencia de pino, de la cual aún conservo un frasco casi vacío que apenas ha perdido el aroma. Recuerdo que en una ocasión en un autobús madrileño, de repente tuve que cerrar los ojos porque ese perfume me cercaba y me trasladaba lejos. Cuando los abrí, creyendo en los milagros de la reencarnación, un señor que no se parecía en nada a Rafael se alejaba ignorando lo que había despertado en mí y llevándose consigo parte de mi recuerdo. Algo similar a lo que le pasó a Proust con la ya famosa magdalena, pero más lírico. Un día en el cine Junto al temor de que nos vieran juntos y al contrario de lo que debíamos hacer, visitábamos lugares que le traían recuerdos de paisajes anteriores a su exilio, primero por la ciudad, más tarde por pueblecitos cercanos preciosos... Una tarde me propuso ir al cine a ver 'El gatopardo'. Como era habitual en él, parecía desconocer —o en el fondo no le importaba— el riesgo que conllevaba algo tan habitual para otros, pero le ilusionaba que yo viera la película. Hacer cola con Alberti ante la taquilla fue un espectáculo similar al que hubiera levantado la Cardinale de presentarse allí en persona. Ya en la oscuridad de la sala muchos ojos gatunos intentaban localizarlo, mientras yo batallaba con él para que no me cogiera de la mano o descansara la suya sobre mi pierna. Nunca más fui a un cine con Rafael Alberti. La auténtica aventura Pero la auténtica aventura no necesitaba buscarse fuera del apartamento de Princesa, sino dentro. Cruzar aquel reducido espacio que cobijaba nuestros furtivos encuentros sin peligro era similar —como yo le decía— a 'La aventura equinoccial de Lope de Aguirre', de Sender, en aquel momento de reciente lectura, pero sin mar por en medio. Tengo que reconocer que, las primeras veces que yo acudía allí, se preocupaba en recibirme con un orden más o menos establecido en el que la cama servía de cama, no de almacenamiento de paquetes, libros y ropa, el sofá conservaba su estatus, adornado con algún cojín, la mesa de madera resultaba amplia, con frutero incluido, con cuadernos y algunas tazas chinas para el té que solía preparar, el enorme telescopio frente a la ventana —de astrónomo profesional con el que no logró localizar a ninguna estrella celeste ni vecinal— le servía como percha para fulares y gorras marineras. En un espacio libre de la pared un collage suyo presidido por los ojos penetrantes de Picasso. La pequeña librería de madera clara tenía una función aproximada a su contenido para almacenar libros en los que se apoyaban tarjetas con imágenes de Victor Hugo, Antonio Machado, Rimbaud, una foto del triste Charlot junto a su aún más triste perro o la Dama descubriendo el seno —la dama de gris, la llamaba siempre— de su admirado Tintoretto, que todavía hoy adornan mi estudio, muy lejos ya de donde un día los descubrí. Y se me olvidaba reseñar su bicicleta estática —que también aún conservo— para mantenerse en forma sin peligro de circulación y motivo de inspiración para algunos de sus poemas en 'Versos sueltos de cada día'. (...) El paso de los días iba aumentando la cantidad de enseres amontonados: libros, papeles diversos, camisas floreadas, bufandas de colores, obsequios recibidos inclasificables, bolígrafos, monedas de distintos países, flores marchitas, incienso consumido, tijeras repetidas... Difícil de explicar sin pecar de exageración si no se visionan las fotos del inmueble del reducido aforo en plena actividad. E imposible no recordar aquellos versos de Roma, peligro para caminantes describiendo el mercado del Campo de' Fiori, a los pies de la estatua de Giordano Bruno: «Perchas, peroles, pícaros, patatas, / aves, lechugas, plásticos, cazuelas, / camisas, pantalones, sacamuelas...». En medio de este caótico desorden resultaba muy difícil encontrar en el momento deseado lo que se precisara, ya fuese un sobre nuevo, un documento reciente, la escurridiza agenda con los teléfonos imprescindibles, un libro de poemas necesario para un recital inmediato que él solucionaba bajando a los VIPS y comprándolo de nuevo... Creo que lo único localizable y que tenía un lugar fijo en su memoria era el tarrito de ginseng puro, con sabor a regaliz, del que diariamente tomaba con fe una porción con la minúscula cucharita de plástico blanco que venía en la caja. Cuando se le acababa tenía que recorrer varias herboristerías porque no era fácil encontrarlo con esa presentación de aspecto meloso, pero en eso era de las pocas cosas en las que era exigente. Tenía absoluta fe en sus resultados. (...) Pero la tarea ya de antemano imposible, casi heroica, era encontrar sus gafas de cerca —que acabó coleccionando en algún vacío misterioso—, aunque tras su inútil búsqueda en ocasiones tropezabas con alguna cosa interesante, desaparecida semanas antes. Hace ya varios años, entré en una óptica en Madrid. Ante mi sorpresa, la dueña me reconoció y me contó, entre divertida y respetuosa, las numerosas ocasiones en las que el señor Alberti había ido allí a comprar gafas graduadas de lectura —a veces, dos o tres en la misma semana— a la vez que le explicaba sonriente la enorme facilidad que tenía para perderlas. Era su mejor cliente. El 'protoloco' Antes de nuestra boda, y como manda el protocolo —«protoloco», decía Rafael— en estos decisivos momentos, llegó la petición formal de mano, sin anillo de pedida, que se llevó a cabo en Madrid en un restaurante cercano a la casa de Castellana. Allí, el insigne poeta Rafael Alberti, perteneciente a la generación del 27, edad de plata de la poesía española, «premio Cervantes de Literatura, les preguntó a dos adolescentes menores de edad, con timidez, qué les parecía que su mamá se casara con él. La pregunta, además de divertirlos, les encantó y accedieron sin mucha sorpresa, ya que para ellos tras ocho años de noviazgo casi telefónico era lo más previsible. Nunca se rompió ese sincero lazo de profundo cariño y complicidad que los unía. Hasta el último segundo de su vida se lo demostraron con su compañía, admiración y respeto. Se sintieron desolados con su ausencia definitiva, nunca han dejado de llevarlo en su corazón.
Por MARÍA ASUNCIÓN MATEO