Fuente: el-nacional.com/
Un indicio de bancarrota intelectual es la ausencia de crítica, por la cual entiendo no sólo la exégesis sino el diálogo que habría de engendrar. En el caso del campo cultural, uno de los primeros síntomas de anomia puede localizarse en la falta de recepción de libros o iniciativas que en sociedades pensantes saludables serían objeto de cuidadoso escrutinio.
Es común oír la queja de que no se conocen en el exterior los escritores venezolanos. Uno de los factores fundamentales para que ello suceda es la falta de circulación del quehacer crítico. Su condición de tópico no invalida la verdad de las muy citadas palabras del Octavio Paz: “La crítica tiene una función creadora: inventa una literatura (una perspectiva, un orden)”. Un país sin las revistas o los foros donde esa invención consiga cristalizar para luego divulgarse constituye un espacio apartado de las negociaciones interpretativas que fundan lo literario, más allá de la composición de las obras mismas y el acceso a ellas.
En los últimos años ha habido varias omisiones escandalosas de la producción intelectual venezolana, pero ninguna más que la de Itinerarios de la ciudad en la poesía venezolana de Arturo Gutiérrez Plaza (Fundación para la Cultura Urbana, 2010). Este volumen, ganador del Concurso Anual Transgenérico, excepto por la magnífica presentación que de él hizo Henry Vicente (“La ciudad en la poesía venezolana”, Papel Literario, El Nacional 27/8/2011, p. 1), ha pasado inadvertido. El error es monumental y el propósito de estas líneas es razonar por qué.
La figura de su autor ofrece, en primer lugar, un perfil completo, en el sentido de que una sólida labor como poeta, con importantes poemarios y premios, se suma a una carrera no de crítico autodidacta, sino de scholar con una impecable trayectoria universitaria que, además de diplomas de posgrado de Venezuela y los Estados Unidos, más prestigiosas becas, incluye títulos anteriores y posteriores al que nos ocupa: Lecturas desplazadas: encuentros hispanoamericanos con Cervantes y Góngora (Equinoccio, 2009), Las palabras necesarias: muestra antológica de poesía venezolana del siglo XX (Santiago de Chile: LOM, 2010) y Formas en fuga: antología poética de Juan Calzadilla (Ayacucho, 2011). Lejos estamos, así pues, de una obra fortuita.
En segundo lugar, ha de repararse en la tradición en la que Itinerarios de la ciudad viene a insertarse. No existía, hasta su publicación, una historia de la poesía venezolana que hubiese surgido de un proyecto de investigación coherente y unitario; los trabajos que intentaban describir las grandes transformaciones del género en el país, aunque deparasen datos, lecturas puntuales de textos o lúcidas apreciaciones sobre autores, carecían de la proyección y el rigor argumentativos de este libro, que a la equívoca ruta de acercarse a la poesía desde una perspectiva intraliteraria ha preferido, con astucia, un abordaje que le permitiera comunicar las letras con la sociedad a la que pertenecen. Ese referente le sirve a Gutiérrez Plaza para organizar tanto su corpus como el examinado en los arqueos que precedieron a la escritura, jerarquizando el material discutido según su vínculo inmediato con una serie de inquietudes vitales que han marcado el país desde su fundación moderna a principios del siglo XIX y siguen afectando a quienes se relacionan emocionalmente con él. La opción del estudioso de explorar cómo la poesía venezolana ha abordado la ciudad como tema y discurso lo ayuda a instalarse en las encrucijadas del arte y la ideología para esbozar los mecanismos por medio de los cuales lo urbano se transforma una y otra vez en divisa de una economía simbólica. Las premisas teóricas de Gutiérrez Plaza resultan siempre oportunas y jamás camisas de fuerza que lo obliguen a subordinar la materia estudiada a un fin que no sea el genuino deseo de conocerla; de allí la flexibilidad con que adopta ideas y visiones variadas que van de las disquisiciones de Lefebvre sobre la producción del espacio hasta la definición que debemos a Iser de lo imaginario como punto de encuentro entre lo real y la ficción artística. Tampoco falta una impostergable inmersión en la crítica cultural latinoamericana, con sabios aprovechamientos, ante todo, de Ángel Rama y José Luis Romero.
Las hipótesis que plantea el libro, por ello, son fruto de un meticuloso tanteo preliminar que encamina las más de cuatrocientas páginas a conclusiones convincentes. Entre otras, que desde Bello hasta Montejo la representación de la ciudad en la poesía nacional no obedece a un sencillo acto mimético, determinada como está por impulsos internos de una tradición letrada que diverge de la de géneros como la narrativa. Asimismo, que pesa sobre dicha tradición una conducta retórica autónoma –ejemplar es el catálogo que hace Gutiérrez Plaza de los topoi, es decir, los lugares comunes con que los poetas han persistido en constelar lo urbano en sus poemas– y que la ciudad del siglo XX ha sido tan interiorizada por las voces líricas como lo fue la naturaleza en el XIX.
Para concluir, he de mencionar otro motivo que hace de Itinerarios de la ciudad un hito de nuestra crítica. Así como se observa en algún momento que la ciudad además de ser un asunto poético ha dado pie a una encarnación enunciativa de lo urbano, también sería legítimo señalar la discreta elegancia ensayística de la escritura de Gutiérrez Plaza. Hay ciencia en Itinerarios de la ciudad, ciencia urgente en los trabajos sobre poesía —que, al menos en Venezuela, con frecuencia se han visto anegados de un subjetivismo narcisista que los pone a competir con los textos analizados—; el pensamiento metódico y disciplinado del estudioso, sin embargo, jamás compromete la legibilidad de su prosa. De las muestras de tesón crítico que ofrece Gutiérrez Plaza, en efecto, podría afirmarse que hacen realidad lo que alguna vez deseó Ortega y Gasset: “un libro de ciencia tiene que ser de ciencia; pero también tiene que ser un libro”. Miguel Gomes